sábado, 1 de noviembre de 2014

Zane Grey. El paso del sol poniente




El polvoriento tren transcontinental llegó a Wagontongue hacia las doce de un caluroso día de
junio. La muerta estación volvió lentamente a la vida. Los mejicanos, que estaban perezosamente
sentados a la sombra del andén no se movieron siquiera.
Trueman Rock bajó despacio del vagón, llevando el maletín en la mano, en tanto que en su rostro,
moreno y flaco, aparecía una expresión de curiosidad e interés. Llevaba un traje a cuadros, algo
ordinario, bastante arrugado, y un enorme sombrero gris que había prestado prolongada servicio. El
modo de andar y su flexible cuerpo indicaban que aquel hombre era jinete de profesión. Una mirada
atenta y perspicaz habría podido observar el bulto de un revólver que llevaba bajo la chaqueta, sobre
la cadera izquierda.
La actitud de aquel hombre era la de quien espera encontrar algún conocido. Andaba con decisión
y descuido a un tiempo, pero vigilando con el mayor cuidado a su alrededor. Atravesó el andén, pasó
al lado de los empleados de la estación y de otros individuos que lo ocupaban en aquel momento, sin
encontrar a nadie que le dirigiese algo más que una mirada casual e indiferente. Luego, dos muchachas
salieron de la sala de espera y le miraron tímidamente al pasar. Él, por su parte, les devolvió el
cumplido.
Al final de la enlosada acera Rock vaciló y se detuvo como sorprendido y hasta sobresaltado. Al
otro lado de la ancha calle había una manzana de edificios de ladrillo y de madera, llenos de muestras
maltratadas por la intemperie. La escena carecía casi de movimiento. Un grupo de cowboys ocupaba
una esquina. Algunos caballos ensillados estaban sujetos a un travesaño de madera más abajo, en la
calle, había cierto número de carros y de cochecillos; unos mejicanos vestidos con trajes de colores
chillones se hallaban sentados ante la puerta de un bar de pintadas ventanas.
«Al parecer el pueblo no ha cambiado nada —dijo Rock, muy satisfecho—. Es raro, pero creí
encontrarlo transformado… Vamos a ver; ha pasado cinco… no, seis años, desde que me fui. Y el
caso es que no he debido volver, pero no he podido vencer su poderosa atracción. Porque no cabe
duda de que aquí hay algo que tira de mí. Estoy seguro».

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